sábado, 22 de octubre de 2016

Sobrantes ( Alfa y Omega. Octubre)


Los seres humanos somos capaces de grandes cosas y de grandes mezquindades, de humanidad o barbarie y de ambas a la vez. Iba yo reflexionando sobre esta idea camino al trabajo hace unos días cuando la realidad vino de nuevo a confirmármela. Caminaba con prisa, cuando al doblar la esquina en la calle Valencia, en las puertas del Centro Dramático Nacional, rodeado de un montón de basura, una persona sin techo dormía en la calle acurrucado entre cartones. La mañana estaba fresca. 

Quizás algunos viandantes, pese al apresuramiento con que nos dirigíamos a nuestros “faenas”, percibimos que aquel bulto entre litronas y latas, no era un “resto” de la movida festera de la noche anterior en la plaza o del botellón, sino una persona, de nuestra misma carne y sangre. Aun así seguimos caminando apresuradamente, pero hubo un gesto que nos hizo reaccionar y transformó aquel no-lugar en lugar de humanidad: el gesto del guarda del teatro, que se acercó con mucho respeto y al comprobar que dormía le cubrió con una manta. En un breve instante nuestras miradas se cruzaron y con indignación le oí murmurar: y tanta casa vacía y en poder de los bancos. 

Su gesto de projimidad y su certera frase se me quedaron dentro y acompañaron mi trayecto hasta llegar a la estación de Atocha- RENFE donde de nuevo otra escena me lleno de estupor y asombro. Una mujer sin hogar, de mediana edad, enferma, desafiaba en jarras, con voz quebrada y sin perder la calma, a dos guardias jurados que la exigían que se marchara de aquel lugar. “Me tendréis que sacar vosotros .No voy a marcharme. No molesto a nadie y no tengo otro sitio donde estar. No estoy haciendo nada malo”, repetía con asertividad la mujer.

 Entonces sucedió algo inaudito, como si de una novela kafkiana se tratase, los guardias sacaron de su bolsillo unos guantes higiénicos, la cogieron por las axilas y en volandas la pusieron en la calle. Me quedé atónita, no pude ni supe reaccionar en aquel momento y cuando lo hice y salí a la calle para ver qué pasaba con la mujer, tanto ella como los guardias habían desaparecido. 

Seguro que los guardias cumplieron los protocolos de actuación y los reglamentos, pero la dignidad de las personas merece más respeto que cualquier ordenanza o papel. Un sentimiento de malestar me acompañó durante semanas en mi ruta cotidiana hacia el trabajo que sólo se aliviaba en el tramo de la calle Valencia, cuando el guardia del teatro y yo nos saludábamos con guiño cómplice.






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