Retomo mi columna en Alandar tras varios meses de silencio y con más convencimiento si cabe que en la debilidad de lo humano se revela nuestra más profunda verdad pues el latido del mundo es su fragilidad. La lucha contra el linfoma de mi hermana (por ahora vencido) me ha obligado a poner mis energías en esta batalla, también la de mis palabras. Después del tsunami vivido intento volver a mi cotidianidad en la que escribir es siempre oxígeno y respiración. La necesidad no solo de respirar con profundidad y con energía, sino también de hacerlo en comunidad y con alegría, porque respiramos de forma muy distinta cuando estamos alegres que cuando estarnos apesadumbradas. Una maestra de yoga me decía estos días que la respiración triste es poco profunda, lenta y poco constante, lo que hace que nuestro organismo se oxigene con dificultad y provoque tensiones en nuestra mente y nuestro corazón. Sim embargo, la respiración de la risa es profunda, fluida y regular, aporta una gran cantidad de oxígeno a todo nuestro cuerpo y energía a nuestra mente.
La risa moviliza alrededor de 400 músculos y facilita que entre el doble de aire en los pulmones. Reír no solo no produce arrugas, sino que es el mejor antídoto contra ellas, ya que una mayor oxigenación celular borra las ojeras y el aspecto de cansancio en el rostro. La risa libera también endorfinas, serotonina y dopamina, hormonas que generan bienestar, alegría y efecto analgésico. Todo esto me decía una maestra de yoga, mientras yo pensaba que desde chiquitas tendríamos que ser alfabetizadas con un manual de risas para tiempos oscuros y sin certezas.
Pero ¿es posible referirnos hoy a la alegría sin escandalizar a la gente para la que la vida es solo llanto, es decir, sin el permiso de las víctimas y la complicidad con ellas? Estoy convencida de que sí, porque la alegría a la que me refiero no es la alegría que nace de un optimismo ingenuo al margen de la historia y sus conflictos y de las luchas sociales por transformarla aquí y ahora, sino la alegría de la fe, “la alegría de creer” que diría Madeleine Delbrel. La alegría de sostener la vida en común, en la confianza y en la bondad de Dios y de comprometernos desde ese espíritu a no ser cómplices con la injusticia, la violencia ni el desamor, sino a recrear el buen vivir y el buen convivir allí donde estemos y buscar también mistagogos y mistagogas expertos en ella, en tiempos oscuros.
Esa complicidad madre-hija me recuerda también el poder de otra risa bíblica, la de Sara, la anciana, y su carcajada desconcertarte y esperanzada ante el nacimiento de su hijo, al que puso por nombre Isaac “el que me ha dado la risa”. Porque pese a la dureza del momento que atravesamos y la fatiga pandémica de la que no terminamos de liberarnos, vivimos rodeadas de nuevos Isaac que nos devuelven el poder de la risa y que nos recuerdan que para reír no todo tiene que estar resuelto, ni los problemas del mundo solucionados, sino que reír, y hacerlo en comunidad, es una herramienta política para ello. Son testigos de la fuerza trasgresora y resiliente de la alegría en un mundo donde impera el poder de las privatizaciones, el racismo, el clasismo y el heteropatriarcado que condena a no ser a quienes declara no normativos o descartables. Por eso para el año que empieza tengo solo un propósito que le pido prestado a Mario Benedetti y a Gioconda Belli “defender la alegría” y para “saber tirarnos una buena carcajada y ser felices aun en la noche más honda y cerrada”.
Es mi deseo también para todos los lectores de Alandar: un año lleno de risas compartidas en el fragor de las luchas por la vida y de la fragilidad humana
Pepa Torres Pérez
No hay comentarios:
Publicar un comentario