sábado, 5 de julio de 2014

FRONTERAS POR LA QUE TRANSITO (Revista Manresa 86, 2014)

                " La frontera siempre fue mi Norte…
              Alzándose  como  un reto amoroso que   invita
              a ser franqueado”. (J.L. Sampedro) 
 

1. De la frontera como lugar a la frontera como identidad. 
 
Agradezco la oportunidad que me brinda este artículo para empalabrar una idea que desde hace ya algún tiempo me ronda dentro y es que la frontera aunque es un lugar termina tornándose en una identidad. Estoy en la mitad de la vida “y un poco más”. Llevo desde los 22 años viviendo en esta forma paradójica que, hasta no encontrar otro nombre mejor que nos defina, conocemos históricamente por “vida religiosa apostólica femenina”. En mis tiempos jóvenes, cuando andaba “buscándome” dentro de ella y aprendiendo a caminar sin imágenes, un texto de Mercedes Navarro titulado “Bordeando”, me sirvió de timón: 
 
“Creo en el Dios fronterizo de mi historia que se viste de margen y de orilla en las noches de Madrid,   París,  Roma o Nueva York, El Dios fronterizo ruandés o bosnio, musulmán, o palestino... Creo en el Dios de mis fronteras: las de mi mente con la que no le entiendo, la de mis afectos con los que le deseo sin aprehenderlo, la de mis sentidos con los que no logro percibirlo. El Dios de la frontera de mi palabra con la que no sé decir Padre-Madre-Amigo y Amiga-Amante…El Dios que bordea mi vida en total respeto y cariño. El que la rodea hasta que le dejo entrar y quedarse”[1] 

 Desde la densidad del momento socio-cultural, político y económico que atravesamos remitir hoy a esta confesión de fe me hace ciudadana de las fronteras, pero no para legitimarlas, sino para abolirlas como enclaves de sufrimiento, injusticia y violencia institucionalizada. Lugares y hechos como los que acontecen casi diario en Lampedussa, Ceuta, Melilla, Chafarinas, Chihuaha, Jimaní, son un buen icono de ello.

El Dios de los bordes, encarnado en Jesús, que con su cuerpo derribó el muro de la separación y de dos pueblos hizo uno, para que nadie fuera nunca más extranjero (Ef 2,14-22) nos urge a transitar fronteras. Esta aventura vital nos lleva a cruzarlas y quedar también nosotras atravesadas por ellas. Hace años con una amigo euskaldun aprendí el significado de la palabra “mugalari” en su lengua: mujeres y hombres que en la noche ayudan a cruzar fronteras, quienes en lugar de levantar vallas y muros alzan puentes y se hacen ellos mismos también puentes, los y las que están “en medio", pero no son “centro“, sino identidad fronteriza, porque interpretar el mundo desde la metáfora de la frontera nos lleva a distinguir dos estilos de vida o incluso dos identidades: la fronteriza y la central [2] .

La identidad fronteriza cuenta con lo ajeno, con la diferencia como oportunidad y reto hasta apostar la vida en ello, porque por muy altas que sean las fronteras no impiden ignorar lo existente más allá, ni envolverlo en la indiferencia. Desde el centro, sin embargo “lo propio”, se convierte en el único mundo. La identidad fronteriza es sustancialmente ambivalente y tensional porque oscila entre lo originario y lo nuevo. Aun cuando está atirantada desde el centro su ubicación es el límite y de ahí su apertura y dinamismo hacia lo diferente y lo imprevisible. En contraste, la identidad de centro, es más estable, reacia y hasta resistente a esa movilidad, pues la juzga capaz de socavar la esencia del conjunto, de la que se siente guardiana tradicional. Cuando su poderío rebosa y cede a la tentación de traspasar sus fronteras, lo hace para violarlas, para ampliar su jurisdicción, e imponer su perspectiva y cosmovisión. Su dinámica es más de conservación, que de cambio y a menudo prefiere la injusticia al desorden.

Por otro lado, pensar la realidad y la metáfora de la frontera desde la perspectiva de las mujeres la dota de una nueva resignificación política y simbólica aun más poderosa, por las consecuencias con que a menudo quedan marcados los cuerpos de quienes se atreven a cruzarlas[3]. Desde los feminismos postcoloniales las fronteras son percibidas como lugares de ensayo y “amasamientos” que nos desafían a perder el miedo a lo “impuro” y al mestizaje, a “cruzarnos” y cruzar. Por eso, transitarlas y residir militantemente en ellas, nos lleva a transgredir su lógica excluyente y a abrirnos a la novedad que emerge en su liminaridad como cruce de pensamiento, de cosmovisiones, de afectos, de luchas y complicidades de vida. En este sentido autoras como Gloria Anzaldúa utilizan la categoría “identidades fronterizas” [4] para referirse a la situación en la que se encuentran muchas mujeres que viven en el cruce de fronteras culturales, sociales, de género, raza, sexualidad y clase y la necesidad de incorporar en nuestro pensamiento y en nuestra praxis una nueva visión de las diferencias, no tanto como divisorias, sino como fuente de nuevas tácticas y estrategias para combatir el poder patriarcal, el racismo y la opresión económica. 

También la vida religiosa nace en la Iglesia con vocación fronteriza. Nace por obra del Espíritu y la libertad humana para servir al Reino en las fronteras del sistema, allí donde hay fractura humana, y ser humilde signo de que en el corazón de Dios no hay dentro ni fuera, no hay periferia. Ese es nuestro origen y sentido fundante. Por eso la frontera es el escenario vital de la vida religiosa, y por eso desde las fronteras nuestra identidad se puede ir transformando también en identidad fronteriza. Jesús es la identidad fronteriza por excelencia. La universalidad del amor experimentado y recibido en su identificación con el Abbá lo arrastra hacia las fronteras físicas (geográficas, políticas) y también religiosas y simbólicas de su tiempo para cruzarlas. En esta aventura frecuentemente se encuentra con mujeres que por su situación de exclusión y su capacidad de transgresión le desafían a hacerlo: la samaritana (Jn 4,5-24), la hemorroisa (Mt 5,21-43), la sirofenicia (Mt 15,21-28), la mujer del perfume (Lc 7, 36-39; 44-50) etc. Con ellas salta la frontera de la legalidad y lo “política y religiosamente correcto” quedando el mismo afectado por ese cruce y remitiendo a ellas como iconos de la universalidad del amor compasivo del Abbá.

Así la samaritana, tras el encuentro en el pozo con Aquel que la reconoce como sujeto de interlocución más allá de los prejuicios de raza, género religión y moralidad vigentes se convirtió también en su testigo. El anuncio de la mujer fue la experiencia recibida: A Dios se le rinde culto en espíritu y verdad, allí donde emerge la autenticidad, la transparencia, lo más auténtico del ser humano, lo más hondo. No hay un lugar o un espacio privilegiado sino una actitud y una posición existencial indispensable: hacerlo en “espíritu y en verdad” y esto es posible para cada ser humano, cada pueblo y cultura de la tierra. Otras veces, como en el caso de la mujer del perfume o la sirofenicia son las mujeres las que toman la iniciativa del encuentro y lo hacen de forma transgresora, saltando barreras discriminatorias bajo el juicio condenatorio de los varones. Pero Jesús nunca entra en este “tipo de comentarios”, sino que los enfrenta desmontando sus prejuicios y oponiéndose públicamente a ellos. Tampoco critica los atrevimientos de las mujeres, sino que al contrario los acoge con admiración y queda afectado por su libertad y grandeza, poniéndolas como ejemplo y referencia en contraposición a los modelos masculinos (Jn 4,27; Lc 7, 39-41).También como le sucedió con la mujer sirofenicia aprende de ellas y con ellas va ampliando su visión de la realidad. En este sentido podemos decir que las mujeres ayudan a Jesús a saltar la frontera de los moldes exclusivistas y patriarcales del judaísmo y a conformar su identidad fronteriza. En mi actual etapa de vida el espíritu de una de ellas, la mujer sirofenicia, me sostiene y acompaña en el seguimiento de Jesús desde el lugar concreto, que como un nuevo Sidón, habito y me habita: el barrio multicultural de Lavapiés.

2. Lavapiés, cruce de fronteras. 

Lavapiés no es oficialmente un barrio de Madrid sino un puñado de calles y plazas ubicadas en el mapa del distrito centro y del barrio de Embajadores. Más de 40.000 personas de más de 80 nacionalidades convivimos en él: bangladesíes, senegaleses, marroquís, malienses, paquistaníes, chinos, ecuatorianos, bolivianos, nepalíes, egipcios, indios, dominicanos, etc. Su interculturalidad se arraiga en una tradición histórica que le sirve de humus: la convivencia pacífica desde el siglo XVI de moriscos, judíos y cristianos del lumpen de Madrid como una estrategia de resistencia frente a la exclusión común de que participaban. Este sentido de diversidad, marginación y resiliencia, sostenido y nutrido desde principios del siglo XX por las tradiciones republicanas, especialmente la anarquista, ha ido creando una conciencia colectiva de resistencia y propuesta de nuevas formas de vida que es una de sus características.

Diversos credos y ninguno convivimos en el barrio: tres iglesias, tres mezquitas y la procesión atea de Madrid, que sale de este lugar desde hace unos años, son un buen símbolo de ello. Pero posiblemente lo que ha hecho de Lavapiés un lugar donde la libertad y la diversidad desafían las fronteras, pese al constante control policial ha sido “la mezcla” de tres factores: La irrupción de la inmigración y su grito “Ningún ser humano es ilegal “, la fuerza del Movimiento Ocupa no violento con su acción directa, denunciando la situación de la infravivienda y la especulación inmobiliaria y los movimientos sociales altermundistas, reclamando otro mundo posible e inventando nuevas formas de hacerlo. Esta “mezcla” hace de Lavapiés un barrio donde la gente insiste en su derecho a vivir de pie, aunque tenga que hacerlo como los “manteros”, corriendo cada día para escapar de la policía y mirando a los jueces a los ojos para recordarles que sobrevivir no es un delito[5].

Pero Lavapiés es sobre todo un volcán de vidas, de sueños y esperanzas que se hacen pedazos cada día por la perversión de las políticas del mercado y la violencia de la ley de extranjería pero que con cada amanecer vuelven a resurgir por la complicidad de la amistad y el tejido social alternativo y mestizo que vamos construyendo entre muchos y muchas. Un mestizaje que se teje en escenarios tan cotidianos como una conversación en una habitación de alquiler, un cuscus compartido o la toma de la calle para expresar una protesta o impedir un control policial selectivo de identidad. Lavapiés es también un volcán de preguntas: ¿Cómo hablar de Dios ante el drama de tantos inmigrantes que mueren en nuestras fronteras o están presos en los CIES o estancados en “limbos jurídicos”?, ¿Cómo hablar de Dios ante la realidad de los cayucos, las mafias, las minorías étnicas apaleadas?, ¿Cómo hablar de Dios ante la exclusión de tantas personas de la sanidad pública y la ciudadanía por no tener papeles, por su criminalización y estigmatización? ¿Y sobre todo, qué nos dice el Cristo, nuevamente encarnado en ellos y ellas? ¿Qué espera de nosotros?, ¿A que nos urge?. Por eso Lavapiés es también un lugar de amor, en el que a poco que nos acerquemos aplicando sentidos podemos captar el pathos de Dios y su provocación en tantos gemidos humanos reclamando inclusión, reconocimiento, reciprocidad, participación, justicia, ciudadanía alternativa e invitándonos a tejer comunidad de la diversidad: ser familia humana transfronteriza desde la vivencia de un amor que también es político.

3. Algunas fronteras que transito de la mano la mujer sirofenicia.
Dese hace unos años el encuentro de Jesús con esta mujer es también el icono que ilumina el proyecto de mi comunidad de vida: la comunidad Interlavapiés que se define a sí misma como:

“El tejido de dos congregaciones religiosas y una laica que cruzan las hebras de sus carismas entre ellas y las gentes de Lavapiés, sostenidas e inspiradas por el aliento de la Sophia de Dios y queriendo escuchar y responder al reclamo de las nuevas sirofenicias hoy en nuestro mundo (Mc7, 24-30). En su reclamo reconocemos el clamor de las personas migrantes y los movimientos sociales por una ciudadanía alternativa, “transfronteriza”, por una transformación profunda del sistema, de los paradigmas en los que nos movemos. Ellos y ellas, como la sirofenicia hizo con Jesús, nos urgen a ampliar comprensiones, horizontes de inclusión y diversidad, y nos retan a ir más allá de donde estamos, como mujeres, como comunidad y como Iglesia. El proceso de Jesús en el encuentro con esta mujer alienta el nuestro y nos hace vivir confiadas y perdiendo el miedo a lo imprevisible, desde la certeza que si buscamos el Reino de Dios y su justicia lo demás se nos irá dando por añadidura” (Mt 6,33).

Algunas de las fronteras que transito actualmente, sostenida en esta confianza son :

-La frontera entre lo propio y lo común, que me adentra en el horizonte de lo “inter” y el gusto por la comunión. 

El Dios de Jesús es el Dios relación, comunidad de amor. Por eso confesarle y practicarle en la historia me lleva a acoger la diversidad, como su epifanía, a participar en la dinámica vital de lo Inter: lo intercultural, lo interreligioso, lo intergeneracional, lo intercongregacional, etc y a avanzar en nuevas formas de vida y misión compartida con otros y otras para responder en común al murmullo de Dios en las personas y culturas empobrecidas. Mi experiencia comunitaria es expresión de esta convicción y esa apuesta. Quienes la vivimos experimentamos que nuestros carismas no se diluyen, sino que se amplían y enriquecen al incorporar rasgos y elementos nuevos en el diálogo con la alteridad, a la vez que se nos regala la conciencia de mayor humildad y agradecimiento por los dones recibidos.

Lo mismo nos sucede en el diálogo interreligioso e intercultural al que desde la vida cotidiana de nuestro barrio intentamos abrirnos. Hace 4 años, en una lucha común para evitar la deportación de un campamento clandestino de bangladeshíes, atravesamos un momento límite que nos llevó, a dos compañeros musulmanes y cuatro mujeres cristianas, a tomar la iniciativa de rezar juntos, teniendo como centro el Corán, el Evangelio y la realidad. De aquel encuentro nació el germen de lo que hoy llamamos la “comunidad extensa”. Una comunidad formada por personas de diferentes religiones y culturas y también algunas personas agnósticas, que compartimos motivaciones hondas y compromisos comunes para que nuestros sueños de dignidad y justicia puedan hacerse realidad. Los vínculos que nos unen son fuertes, como consecuencia de las complicidades mutuas vividas en la amistad, la lucha por la supervivencia cotidiana y la desobediencia a las leyes injustas. Nos sabemos y sentimos familia transfronteriza, comunidad-muchedumbre, abierta a la vida, su novedad y sus sorpresas.

Nuestra diversidad de creencias hace que también sean diversos nuestros encuentros. Algunos toman la forma de oraciones interreligiosa, en las que a partir de los nombres de Allah, el Evangelio y las diferentes situaciones vitales que atravesamos, sentimos la fuerza del misterio de un Dios que nos sostiene (Ar-Razzâq), porque El que nos envía va con nosotros (Jn 8, 29) y nos congrega para hacer histórica y cotidiana la fraternidad y sororidad humana mas allá de toda frontera. Otras veces nos juntamos para celebrar la memoria viva de Jesús y compartir la esperanza que brota de su cuerpo partido y repartido en su amor universal hasta el extremo, o bien en otras ocasiones las mujeres nos convocamos en un espacio propio para ritualizar experiencias que necesitamos liberar y empoderarnos juntas, dando mucha fuerza en ellas a lo simbólico y lo corporal. Todos estos encuentros terminan siempre en comensalidad abierta, compartiendo el arroz, la tortilla, el chebuyen y también las manos vacías y el corazón indignado por el injusto reparto de los bienes de la tierra. Esta experiencia de “mesa común” confirma el sueño de que es posible subvertir el orden injusto y hacer del mundo un banquete para todos y todas, en reciprocidad y desde el protagonismo de los últimas.

-La frontera entre la fe y la justicia, que me adentra en la espiritualidad de la dignidad humana y la utopía y me hace compañeras de camino con los movimientos sociales. 

La fe cristiana es partera de la justicia[6] y en su alumbramiento hoy en nuestro mundo se nos invita a “juntar espaldas” y “echar manos”. Lo contrario a la fe no es la increencia, sino la inequidad, que es la forma más violenta de idolatría. El papa Francisco nos lo recuerda constantemente con sus gestos y palabras: “Son muchísimos los no ciudadanos, los ciudadanos a medias, o los sobrantes urbanos (…) en muchos lugares del mundo las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman, participación, justicia y diversas reivindicaciones que si, no son adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza“[7].

Una inmensa nube de testigos nos señala que como cristianos y cristianas no podemos mantenernos al margen de la dinámica de injusticia y violencia de nuestro mundo, sino que la fe tiene una dimensión política. Es anuncio y denuncia y exige militancias concretas en la sociedad civil para insertar amor político en las estructuras sociales y humanizarlas. Sólo así podemos resolver radicalmente las causas de la inequidad y el sufrimiento que ocasiona el pecado estructural[8].Por eso hago camino con los movimientos sociales de mi barrio: Ferrocarril clandestino, la Asamblea de vivienda, la Asociación sin Papeles, Territorio Doméstico , los grupos de Apoyo a detenidos, Migrapiés, o la plataforma Yo si sanidad universal De ellos me seduce su apuesta por los lugares comunes en la lucha por la supervivencia, la reciprocidad y el mestizaje como talante, su creatividad y agilidad ante los acontecimientos y coyunturas que exigen nuevas reflexiones y reacciones colectivas, sus esfuerzos por ser enjambres sin reina[9], y la coherencia interna entre sus ideas y sus formas de vida y relación. Entre ellos vivo y me vivo a mi misma como una existencia incómoda que me sitúa “fuera de toda casilla”, a la vez que acogida, querida reconocida y “reclamada” por estos colectivos para el ministerio del acompañamiento, la mediación, la conexión con los últimos y últimas y la reflexión y pensamiento crítico gestado en común. Entre estos sujetos y espacios emergentes detecto el gemido de una espiritualidad más allá de las religiones que anhela la plenitud de lo humano y que la vida circule en abundancia para todos y todas, desde las últimas.

Cruzar esta frontera supone atrevernos a saltar los prejuicios y estereotipos mutuos que inicialmente pueden separarnos y “tenernos paciencia” en ello, permitiendo que nuestras ideas se descoloquen y nuestras opciones nos “enreden”. Implica echarle tiempo y discernimiento al modo de ubicarnos en esta frontera y hacerlo desde la autenticidad de nuestras motivaciones más hondas y dando razón de ello. En la cotidianidad de esta aventura detecto con agradecimiento que mi fe se expande y se hace inteligible entre quienes en teoría no la comparten pero comulgamos juntos en proyectos comunes y en los que se agradece y valora la aportación de los cristianos y cristianas y que a menudo reconocen como búsqueda del bien común sin aspirar a protagonismos, escucha empática, espíritu de reconciliación, resistencia, apuesta por el “a largo plazo”, capacidad para procesar internamente los fracasos y reciclarlos en nuevas apuestas de luchas, coherencia interna entre discurso y prácticas y la implicación de toda nuestra vida y no sólo fragmentos en los compromisos que adquirimos.

-La frontera entre la teoría y la praxis lo manual y lo intelectual, que me adentra en el horizonte de la teo-praxis.
  
Nuestra cultura padece todavía un fuerte dualismo que sitúa las ideas y su abstracción por encima de la vida, la sabiduría cotidiana y el trabajo manual. Como si pensar fuera privilegio de unos pocos y tuviera como condición el alejamiento de las experiencias y realidades donde lo humano clama en su límite, en su materialidad y cuidado. De la mano de Milagros Rivera[10] descubrí hace años que la ciencia y la reflexión que nos libera es la del “partir de sí “, pensar y posicionarnos en la vida en “primera persona”, tomándonos toda la libertad disponible para nombrar el mundo con palabra propia, juntando razón y vida, cultura y naturaleza, palabra y cuerpo, de manera que nuestra teoría o teología sean a la vez teo-praxis.

El trabajo de empleada de hogar en una época de mi vida desarrolló en mí algunas capacidades para saltar esta frontera y sobre todo para hacerme consciente de ella. También hoy muchas de mis maestras en este “salto “son compañeras migrantes del colectivo Territorio Doméstico que a la vez que trabajan en hogares ajenos sosteniendo la vida desde abajo y aportando riqueza económica sus países de origen y al nuestro, elaboramos y difundimos en la plaza pública el discurso eternamente olvidado: el de la necesidad de despatriarcalizar el cuidado a la vez que de ubicarlo en el centro de la vida y la economía, en lugar del capital y el mercado.

También la teología y la espiritualidad están llamadas a saltar esta frontera. Mi vocación teológica nace a partir de una pregunta y una tensión que configura mi vida: ¿Cómo hacer y vivir una teología, a pie de barrio en contextos populares y marginales reflexionando la vida en el espíritu que acontece en sus adentros y buscando lenguajes divulgativos para dar razón de ello?, ¿Cómo vivir mi vocación teológica como mujer sin renunciar a la militancia social que es su condición de posibilidad? Las mujeres y hombres con quienes me encuentro en este cruce de fronteras así me lo reclaman y me recuerda a diario que “Dios estaba en ese lugar y yo lo sabía “ (Gn 28,16).
 
                                                                       Pepa Torres Pérez








[1] Mercedes Navarro, Las siete palabras de Mercedes Navarro, Madrid, PPC, 1996, 92.
[2] Sigo en estas reflexiones la ideas de José Luis Sampedro en su discurso de ingreso en la Real Academia de la lengua, http://www.rae.es/sites/default/files/Discurso_Ingreso_Jose_Luis_Sampedro.[3] Sonia Herrera, Atrapadas en el Limbo. Mujeres, migraciones violencia sexual, Cuadernos de Cristianismo y Justicia, 187, Barcelona, 2013.
[4] Gloria Anzaldúa, “Los movimientos de rebeldía y las culturas que traicionan”, en AAVV, Otras inapropiables. Feminismos desde las fronteras. Madrid, Traficantes de sueños, 2004.
[5] Este es el nombre con el que la Asociación Sin Papeles de Madrid salió por primera vez a la calle en la reivindicación de sus derechos y exigiendo la despenalización de la manta.
[6] Es otra forma de referirme a “la justicia brota de la fe” (Rom 9,30). [7] Evangelii Gaudium 74. [8] Evangelii Gaudium 202.
[9] Expresión que tomo de la investigadora Marta Malo, en http://www.madrilonia.org/2011/05/sol-o-cuando-lo-imposible-se-vuelve-imparable. [10] Milagros Rivera, Nombrar el mundo en femenino: Pensamiento de las mujeres y teoría feminista. Barcelona, Icaria, 1994.

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