Hace unos días en la asamblea del barrio en defensa de la salud pública y universal, entre todas las voces indignadas que hacían propuestas de acciones y movilizaciones reconocí una voz interior que me contaba su historia y nos confirmaba en nuestra lucha. Era Madeleine Delbrel
Nací en el Sur de Francia, en Perigueux, en 1904 en el seno de una familia muy sensible a las cuestiones sociales. De mi madre heredé el gusto por la poesía, la música y el arte. De mi padre la capacidad de reflexión y la inquietud social y política. Desde muy joven participé en las tertulias que organizaba con sus amigos librepensadores y escuchaba con interés sus debates apasionados. Quizá por eso a los 15 años me convencí de que era atea y que la cuestión religiosa no tenía ningún sentido para mí. Mi gusto por reflexión me llevó a iniciar estudios de Filosofía en la Soborna, en París, donde conocí a jóvenes cristianos comprometidos que darían un vuelco a mis ideas. De todos ellos el que provocó una auténtica revolución en mi fue Jean Maydieu. Nos enamoramos con toda la pasión de quien lo hace a los 18 años. Sin embargo, una pasión mayor desbordó el corazón de Jean, la pasión por lo absoluto de Dios, que le llevo a la determinación de hacerse dominico.
Su decisión fue para mí un golpe durísimo e inesperado que me sumió en una profunda crisis. La pregunta por el sentido y la cuestión religiosa emergió entonces de manera sorprendente en mi vida, de modo que como escribí años más tarde en Villa marxista, tierra de misión, quedé deslumbrada por Dios. Esta experiencia transformó profundamente mi vida. Las lecturas de Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Carlos de Foucauld y sobre todo el Evangelio se convirtieron para mí en una brújula, que sin saber muy bien cómo, fueron conduciéndome no al Carmelo, como al principio de mi conversión imaginé, sino al cinturón rojo de París, a las periferias obreras de Ivry a tender puentes que parecían irreconciliables entre el marxismo y el cristianismo, desde el compartir codo a codo la vida en los ambientes obreros.
En Ivry descubrí que lo esencial en esta vida, la razón de ser y la alegría es estar en el mundo, ¡esconderse en medio de este mundo! Ser una parcela de humanidad entregada ofrecida y desinstaladas. Ser islotes de residencia divina, hacer un lugar para Dios en el corazón del mundo obrero. Movida por este deseo hice estudios de trabajo social, a la vez que, con el apoyo de mi gran amigo el Abbe Lorenzo, y mis dos entrañables compañeras: Suzanne La Cloche y Elena Manuel, iniciamos una comunidad de vida en el cinturón rojo de París. Este primer grupo fue el germen de lo que luego serían las comunidades de la Charite de Jesús, extendidas por más lugares de Francia y con el mismo objetivo: vivir el espíritu de las bienaventuranzas en el corazón de las periferias obreras.
Las fábricas, los metros abarrotados de gente trabajadora, las colas del paro o las manifestaciones obreras fueron para mi lugar de la revelación de Dios, templos vivos de su presencia. En Ivry descubrí también una nueva liturgia: la liturgia de los sin oficio, en la que un café, por ejemplo, deja de ser un lugar profano para convertirse en un nuevo Horeb donde Dios nos llama a ser sacramento de su presencia y dar a conocer desde el testimonio de vida su Evangelio, a encarnarlo hoy.
En esa cotidianidad trascurrió mi vida, desde el despacho municipal de asistencia social del ayuntamiento comunista de Ivry, al compromiso con la Resistencia durante la ocupación nazi y la acogida de las personas refugiadas que huían del terror de la guerra, como muchos de los republicanos españoles o familias judías que evacuábamos clandestinamente. Una cotidianidad en la que nuestra casa de la calle Raspail se convirtió en todo un símbolo de acogida y encuentro. Siempre me gustó escribir y mi pasión por el evangelio se desbordó en el deseo de comunicarla. En medio de mi ajetreada vida con la gente Mi escritorio era un lugar de intimidad del que brotaban cada noche palabras de agradecimiento, Por eso tengo una extensa obra escrita, pero quizás de todos mis libros los más conocidos son misioneros sin barco dedicado a Teresa de Lisieux, Villa marxista tierra de misión, La alegría de creer, Nosotros gente común y sencilla y Alcide, guía simple para simples cristianos.
Amé mucho las palabras cuando iban avaladas por el testimonio y también los libros, pero es el pequeño libro del Evangelio, como me gustaba llamarle, el que en mi vida ocupó el lugar más importante. Desde mi conversión lo sentí como un fuego que exige penetrar en nosotras para operar allí una devastación y una transformación y así obró en mí. La certeza de la compañía de Dios en mi vida, desde mi conversión en el año 1924, no me abandonó nunca, pero tampoco me eximió de nada ni me ahorró ningún sufrimiento ni la soledad que conlleva la libertad de las opciones tomadas.
Desde mi conversión la alegría y la esperanza de creer quedaron adheridas a mi corazón para siempre. Ni La enfermedad mental de mi padre, ni las condiciones de vida y explotación de muchos de mis vecinos y amigos, ni el horror del nacismo y la guerra, ni el exilio de muchos hermanos españoles, ni la deportación o la muerte de muchos amigos. miembros de la resistencia o judíos pudieron arrancármela. Quizá porque aprendí a perforar la realidad, a buscar respiraderos de Dios en la densidad de los acontecimientos desde donde Dios se empeñaba en hacerme guiños cómplices de su presencia y darme coraje y gracia aun en la intemperie de su aparente ausencia.
Así fue sobre todo a partir de 1949 cuando desde Roma se prohibió toda colaboración entre cristianos y comunista por considerarlo una ofensa a la fe y a la iglesia y años después ola supresión de los curas obreros. Atravesé entonces una crisis muy profunda que me llevo a vivir la soledad de la fe en una iglesia institucional que se negaba a escucharnos y a acoger el grito de Dios en la realidad de las periferias obreras y quienes clamaban justicia en ellas. Pero también viví la soledad de la fe en los ambientes increyentes. Quizás por eso escribí que la fe nos lleva a vivir en condiciones de extranjeros y a anunciarla en un silencio sin respuesta. Sin embargo, la música de Dios no me abandonó nunca y me convirtió en una gran bailarina de lo que me gusta llamar la danza de la obediencia. En ella no es preciso saber adónde lleva el baile, sino que hay que seguir, ser alegre, ser ligera y sobre todo no mostrarse rígida (…) No hay que poder querer avanzar a toda costa sino aceptar dar la vuelta, ir de lado, saber detenerse y deslizarse en vez de caminar
En este aprendizaje se jugó mi vida. Muchos años después de la oscuridad de este tiempo en el que nuestras vidas estuvieron bajo sospecha fui llamada a Roma para preparar algunos temas sobre el compromiso laical en el mundo de lo que sería la gran primavera de la iglesia: el Concilio Vaticano II. A menudo el tiempo de Dios es muy distinto al que nosotras imaginamos. Mi espíritu sigue bailando en las periferias obreras de muchos lugares del mundo donde el Evangelio sigue siendo a la vez caricia y giro. ¿Lo oís?
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