Me hecho asidua a una serie de Netfix sobre narcos gallegos que se titula “Sin permiso”. Lo que me tiene atrapada es la memoria y la des-memoria del protagonista, que intenta aprovechar al máximo el tiempo para “cerrar” algunos aspectos de su vida antes que la enfermedad del alzhéimer se le desarrolle galopantemente. Momentos importantes de su pasado, llenos de sentido le devuelven lo mejor de sí mismo, como si acontecieran de nuevo, mientras olvida los hábitos más cotidianos y básicos de su cada día y hasta de su identidad.
Más allá de la dureza y el drama del Alzhéimer para las personas que lo padecen y sobre todo sus familiares y amigos, me interesa el tema de la memoria y el olvido. Ambos son necesarios. No podemos vivir sin olvidar, sin borrar de la memoria tantos datos de vida como portamos. Olvidar ayuda también a que el dolor, las frustraciones, las heridas vitales y sociales que atraviesan nuestras vidas no tengan la última palabra en ella y se conviertan en amargura o rencor. Pero al mismo tiempo tampoco podemos vivir sin memoria. Sobre todo, sin la memoria histórica y la memoria del corazón.
Vivir es recordar. No en el sentido de avivar la nostalgia, sino de guardar en el corazón las experiencias y aprendizajes que han dado y dan sentido, plenitud, felicidad a nuestra vida y también el sufrimiento y el dolor propio y ajeno, que no queremos que se repita. La memoria nos reta a no anclarnos en ellas de forma estática, sino como luminaria en el camino que nos aliente y abre con esperanza al futuro, a lo inédito, a lo que está a por ser alumbrado, vivido. Por eso no es lo mismo ser mujeres y hombres con memoria que ser mujeres y hombres nostálgicos. La memoria no pide repetición sino creatividad.
En la tradición judeocristiana la memoria es anamnesis, es actualización. No es un recuerdo sin más, sino que los hechos que la constituyen, al ser evocados cobran actualidad en el presente. También desde la teología, concretamente desde la Teología Política, la memoria, es la actualización del recuerdo peligroso que ha suscitado en la historia nuestra propia tradición y que recobra nuevamente su dinamismo al dejarse provocar por los nuevos desafíos de la cultura y signos de los tiempos. Por eso, si confundimos la memoria con la nostalgia puede sucedernos como a la mujer de Lot, que de tanto mirar hacia atrás y descuidar el presente, podemos quedarnos inmovilizados para siempre, hacernos rígidos, meros repetidores del pasado y convertimos en estatuas de sal o piezas de museo (Gen. 19,26).
Pero la memoria nos urge también a hacer justicia con las víctimas de la historia, con las víctimas de nuestras propias vidas. Por eso, desde una perspectiva ética, el olvido y el perdón no son posibles sin reparación ni justicia con ellas. Por ello como escribe Simon Wiesenthal [1], el perdón, el olvido tiene límites, requiere condiciones. Traducido a nuestra realidad cotidiana no podemos olvidar ni como iglesia ni como sociedad civil, nuestras víctimas: las generadas por nuestros estilo de vida o complicidades en un sistema que mata (Papa Francisco); las víctimas del negocio de las armas, que fabrica guerras para conseguir beneficios y legitima genocidios como el de Gaza; las víctimas de la violencia patriarcal naturalizada; las víctimas del racismo institucional, que obliga a las personas migrantes a seguir desafiando fronteras, una vez que han atravesado los puestos fronterizos; las víctimas del gran banquete neoliberal que acontece hoy en nuestro mundo y condena a la hambruna y la pobreza, por desposesión de bienes comunes, a millones de personas; y en concreto en estos días: 6 de febrero, las víctimas de Tarajal.
Ellos y ellas nos recuerdan hoy que la justicia y la reparación han de anteceder siempre a la desmemoria y el olvido.
[1] Simon Wiesenthal, Los límites del perdón, Barcelona, 1970.
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