miércoles, 14 de noviembre de 2018

DONDE PONGO LA VIDA PONGO EL FUEGO

Hace unas semanas perdí a uno de mis amigos más incondicionales: Guillermo Sotillos. Nos lo arrebató  un infarto. Siento su pérdida a cada rato, a la vez que su presencia se me hace cercana en un montón de detalles con él compartidos. Su poeta preferido era Ángel González, especialmente el verso que da título a este artículo. Mi amigo era un hombre jovial, divertido, esperanzado y risueño al que se iba el corazón por las causas aparentemente perdidas y por las personas más vulnerables. 

Apasionado por la educación descubrió que lo más importante que quería hacer con su vida era acompañar a las personas y eso le llevo a des-programar su agenda para tener tiempo disponible para la gente. Así fue pasando de ser un hombre de acción a un hombre de relación, experto en escuchar y sostener a las personas. Su muerte me ha dejado algunas preguntas y tareas pendientes. Creo que una de ellas es la atención y el cuidado a las personas más que las causas y siento su susurro en mi oído recordándomelo: “las personas son lo primero, cuida los encuentros”.
Quizás por eso, porque cuando estamos alertas a la relación todo se transfigura y como dice Violeta Parra lo cotidiano se vuelve mágico, junto con su pérdida se me está dando a la vez recuperar el sentido y el valor de tantos encuentros en mi vida y disfrutarlos sin prisa. Es algo así como un pacto con la memoria de Guillermo, que la vida no me viva, sino vivirla yo consciente y agradecidamente en cada acontecimiento. Así ha sido en este mes intenso de trabajo pero también de encuentros que me han salvado del naufragio, de la orfandad y de la fragmentación [1] y que hoy narro agradecida 

…El encuentro con las comunidades cristianas del barrio de San Francisco-Las Cortes, en el casco antiguo de Bilbao, comprometidas en la lucha contra la exclusión desde la convivencia cotidiana, el abrir sus casas a la gente, y los proyectos sociales con jóvenes y mujeres migrantes. El encuentro con una ciudad lleno de banderas de Ongui Etorri en los balcones de los barrios periféricos que se han volcado en la acogida de las personas africanas procedentes de Frontera Sur, una ciudadanía activa y consciente que la hospitalidad es un deber cívico y un derecho humano. 

Como ha sucedido también en Artea, un pequeño pueblo en el valle de Arratia que se ha convertido en un núcleo de población refugiada, algunos esperando ser incluidos en el sistema de asilo, otras, en tránsito y también otros que han decidido echar raíces en esa tierra. Un sacramento de la acogida en medio del infierno de las devoluciones en caliente que se hacen en nuestro país, ya sea en Frontera Sur o en la misma frontera de Irún [2]. Encuentros que honran la vida y la hacen más humana. 

O encuentros que ponen fuego en mi vida, como el que he mantenido intensamente en estas dos semanas con Viviana, una compañera trabajadora de hogar a la que su empleadora despidió estando de baja por enfermedad y ella decidió denunciarla. Encuentros poblados de palabras y silencios, de gestos de ánimo pero también de dudas y miedos ante el chantaje emocional, el acoso y la presión para quitar la denuncia y finalmente la alegría de ganar el juicio y la indemnización por despido improcedente. Pero sobre todo el valor de restituir la dignidad herida y de haber hecho todo lo posible porque que esta historia no se repita de nuevo con ninguna otra trabajadora de hogar. 

Encuentros serenos que confirman opciones y te recuerdan que el Evangelio va de semillas y no de grandes plantaciones, como las buenas gentes de la HOAC de Huelva me han regalado hace un par de semanas, compartiéndome y contagiándome su opción por las periferias y su apuesta por los procesos a largo plazo, en los que tienen empeñadas sus vidas y su implicación política desde hace muchos años. Gentes que buenean la vida y la hacen hermosa desde su generosidad y sencillez. Encuentros que me recuerdan la importancia de la sacramentalidad del compartir la vida, como hizo mi amigo Guillermo con la suya. 

Compartir significa, según el diccionario de la Real Academia, repartir, participar en algo, poseer en común. Compartir es partir- con. Esta preposición es fundamental para comprender en profundidad su significado, porque es muy distinto partir algo para otro que partirlo con otro. Compartir conlleva participar de un universo y cotidianidad común, supone reciprocidad. Quien comparte se hace compañero y compañera, no ayudante ni bienhechor. El compañero no es un ayudador. Compañero y compañera viene de Cum-panis, palabra que evoca comer el mismo pan, es decir, participar de la misma vida, del mismo sueño. Compartir es yo doy de lo mío (lo que tengo, lo que soy) y tu das de lo tuyo (lo que tienes, lo que eres). Es alteridad y mutualidad porque el poder de dar y el poder de recibir de cada persona es el dinamismo de la humanidad que nos permite sobrevivir como género humano. 

Esta búsqueda de reciprocidad es la que nos mueve al tejido de relaciones inclusivas, desde el tú a tú con la gente, a compartir posibilidades y precariedades, a reconocernos mutuamente por el nombre, y no por la etiqueta, el personaje o el rol que nos colocan o nos colocamos, y al hacerlo a vivir perdiendo el miedo a mostrar la propia vulnerabilidad y a reconciliarnos con ella, porque somos eso: constitutivamente vulnerables. 

Para ello necesitamos aprender a vivir des-programándonos y echándole calidad de presencia y hondura a saber estar con la gente gratuitamente en los espacios y tiempos informales donde se teje la vecindad y la familiaridad con el cada día y sus imprevistos, como lugares sagrados desde donde el Reino emite sus señales . Pero miro mi agenda y como una nueva Nicodemo me pregunto ¿Podré nacer de nuevo?. ¿Cómo aprender a vivir una relación con el tiempo, más cualitativa que cuantitativa vinculando lo temporal al acontecimiento y al encuentro más que a una carrera frenética contra el tiempo? Recuerdo entonces un texto del Eclesiástico que me resulta enormemente consolador: 

Todo tiene su momento oportuno 

un tiempo para nacer,
y un tiempo para morir;
un tiempo para plantar,
y un tiempo para cosechar ( …) ;
un tiempo para destruir,
y un tiempo para construir;
un tiempo para llorar,
y un tiempo para reír;
un tiempo para estar de luto,
y un tiempo para saltar de gusto;
un tiempo para esparcir piedras,
y un tiempo para recogerlas;
un tiempo para abrazarse,
y un tiempo para despedirse;
un tiempo para intentar,
y un tiempo para desistir; 

Hoy sólo quiero tener tiempo para vivir el sacramento de la escucha y el encuentro en medio de ritmos frenéticos que nos hacen olvidar quienes somos y qué es realmente lo esencial, tiempos para para vivir consciente y agradecidamente, como hizo mi amigo Guillermo, que donde pongo la vida pongo el fuego. 



























[1]Así describe Julio L. Martínez el sentido del encuentro en su libro La cultura del encuentro, Sal Terrae, Santander, 2017,pág 27 


[2] https://elpais.com/ccaa/2018/10/25/paisvasco/1540483881_258223.html

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