Con este título y a modo de epílogo termina uno de los libros cuya lectura más me ha conmocionado últimamente: Horizontes del feminismo. Conversaciones en un tiempo de crisis y esperanzas, de la filósofa Silvia Gil.
Reivindicar la lucha en el mes de agosto, en periodo vacacional en este lugar del mundo desde donde escribo, puede parecer a algunos inapropiado e incómodo, pero las noticias de la crisis energética que se nos avecina (como si no estuviéramos ya en ella), las consecuencias del cambio climático, con media España arrasada por los incendios y la muerte de varios trabajadores a consecuencia de las olas de calor y la precarización de sus condiciones laborales, nos obliga a ello.
Soy una ávida lectora de la teología mujerista y siempre me ha llamado la atención la centralidad que da a la lucha como una categoría fundamental en ella. La lucha entendida en su dimensión comunitaria, no como algo heroico ni sacrificial, sino como entraña de la vida y por tanto unida a la fiesta y a la alegría, sin negar el sufrimiento, pero sin dejarse determinar por él. La lucha como resistencia y propuesta colectiva que nace del deseo, de la puesta en marcha de formas de imaginar comunitariamente que la realidad tiene que dar más de sí, que no podemos conformarnos ni resignarnos ante el mundo-catástrofe que se configura cada vez con más fuerza y su lógica biocida.
Lucharnos vivas es resistir a las lógicas individualistas y meritocráticas que pretenden hacernos creer que cada uno y cada una tiene lo que se merece, como si los elementos estructurales e interseccionales: sexo, clase, raza, nuevas formas de colonialismo no incidieran en las vidas cotidianas de las personas y los pueblos. Lucharnos vivas es mantenernos en la valentía compartida y disidente de querer transformar de raíz el sistema asesino en el que vivimos, por insostenible y porque en la pelea cotidiana por reconstruir la vida mercantilizada y agredida estamos siempre las mujeres desde los trabajos invisibilizados, feminizados y racializados.
Lucharnos vivas es no cejar en el empeño por empujar en común y en diversidad otros modos de sostener la vida y ponerla en el centro que no se basan en un modelo predefinido y con manual de instrucciones, sino en generar resistencias desde, por y con la vida, donde el cuidado esté en el centro y no los intereses del mercado. Y esto no podemos hacerlo sin lucha, pero tampoco sin pasión por la vida y ternura radical. Apasionarse por la vida es descubrir que su fuerza está en lo germinal, en la vulnerabilidad compartida y asumida, en la eco y la interdependencia y valorar cada paso, cada avance, cada iniciativa, por sencilla e imperceptible que parezca.
Pero la lucha que necesitamos no es posible sin la fuerza del amor político, de la ternura radical, que es cuidado mutuo y autocuidado, que rompe con la lógica d
e la guerra en la que el fin justifica los medios, e instaura la de los vínculos compartidos, las conexiones e interconexiones, porque no hay cambio social ni paradigmático sino participan en él y se entrecruzan los afectos y hace que lo personal sea político.
e la guerra en la que el fin justifica los medios, e instaura la de los vínculos compartidos, las conexiones e interconexiones, porque no hay cambio social ni paradigmático sino participan en él y se entrecruzan los afectos y hace que lo personal sea político.
Vivas nos luchamos, nos espera un otoño duro (ya nos están avisando). A la vuelta de agosto volveremos a tomar las calles, los espacios porque el colapso civilizatorio avanza en cada estremecimiento, pero a la vez también las resistencias y zonas liberadas. Nos luchamos y seguiremos haciéndolo vivas.
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