En este tiempo de pascua la memoria viva de María Magdalena, tan silenciada y manipulada en la historia de la iglesia toma fuerza y significatividad entre nosotras. La que nuca fue prostituta y siempre apóstol se convierte, en el marco de la aventura sinodal que como iglesia las mujeres estamos queriendo empujar, en maestra de la espiritualidad del soltar que tanto nos apremia. El Evangelio de Juan así nos lo revela (Jn 20, 11-18).
Magdalena se alimenta de
la vida nueva, pero para hacerlo ha de atravesar el duelo que la ata al pasado
y superar la nostalgia. Su actitud reta a la nuestra, Nos sitúa ante una
disyuntiva siempre costosa: atrapar o
lanzar. Aferrarnos a la seguridad de lo que conocemos e intentamos
poseer, hacer de Dios una seguridad, tener unas vías de acceso a Él “fosilizadas”
... o abrirnos a su novedad inatrapable que nos urge a innovar caminos,
lenguajes, vías de encuentro con Él, de generación en generación y desde la
diversidad que, como humanidad, nos caracteriza.
Quizás nos ayude realizar
corporalmente la experiencia que
sugieren las dos acciones, opuestas, mencionadas, “aferrarnos” o “abrirnos”, y
reconocer cómo nos sentimos al hacerlo.
Hacernos conscientes de
nuestras resistencias, ganas, temores, impaciencias para, con más consciencia y
libertad en esta dinámica de apertura, lanzarnos a la novedad de Dios, a la que
nos reta María Magdalena y asumir las consecuencias que ello conlleva.
La vida es un constante
aprender a decir hola y adiós, a acoger y
soltar, pero no es fácil, pero en el aprender a vivir soltando, sin
aferrarnos al pasado, a las seguridades, nos jugamos el encuentro con el Dios
vivo.
En el arte de vivir soltando, Magdalena es también una
maestra en el camino. “Aun, cuando todavía era oscuro… María Magdalena se puso
en marcha hacia el sepulcro”. Su inmenso dolor no la dejó paralizada, sino que
su corazón destrozado continuó manteniéndose anhelante y en búsqueda. Su
corazón, sus ojos, más allá de los datos empíricos, presintieron que la Buena
Noticia vivida con aquel profeta de Galilea no podía acabar con su muerte, aunque ella misma
experimentase en lo profundo que al enterrar aquel cuerpo habían enterrado con
él todos los sueños y expectativas de un amanecer diferente para los pobres y
excluídos de Israel. Su tentación, quizás como la nuestra, fue la de refugiarse
en el pasado y en su propio dolor, lamerse las heridas.
Sin embargo, al escuchar
su nombre en boca de Jesús reconoció en el hortelano a su Rabbuni, a su
Maestro, y al reconocerle se hizo proclamadora suya, Apóstol apostolorum, en medio de un montón de dificultades. El
“Ve y dile a tus hermanos y hermanas” que escuchó, en lo hondo de su espíritu, de
la boca del Viviente la llevó a recorrer caminos insospechados para una mujer
de su época. Afrontó el presente y anticipó futuro.
Quizás también hoy pueda
pasarnos que andemos un tanto desconcertados y llorosos ante un presente que no
terminamos de entender y un montón de expectativas, sueños y proyectos que no
han terminado como pensábamos en nuestra vida.
El Resucitado toma el
cuerpo de muchos hortelanos, personas y acontecimientos que nos salen al camino
de la vida cotidiana y de los hechos de la historia, como a Magdalena. El
Resucitado nos invita a adentrarnos en la espiritualidad del soltar.
Vivir soltando es decir “hola” a lo nuevo y a lo que despunta como alternativo
hoy en nuestros ambientes y “adiós” a lo que se va quedando rancio en nuestro modo
de ser y estar en el mundo, también como comunidades cristianas.
Pero para vivir soltando
necesitamos también elaborar
adecuadamente los duelos. Sólo soltando podemos abrirnos al futuro. Si no
soltamos, ya no nos cabe nada. Si con lo que ya tenemos está ocupado nuestro
espacio físico, afectivo, mental, no hay lugar para nada nuevo.
Por eso necesitamos,
soltar, desalojar, dejar espacio. Si no lo hacemos, nuestra vida, nuestras
comunidades, los colectivos en los que participamos, la Iglesia… se quedarán
añejos, nostálgicos y llorosos y nuestra fe y nuestro compromiso quedará
reducido a ideología y a tópicos o frases hechas. Adentrarnos en este
“suéltame” de Jesús a Magdalena es atrevernos a hacernos una pregunta, que
siempre resulta tremendamente incómoda:
¿Qué
es lo que el Amor nos está pidiendo que abandonemos, dejemos, soltemos, para
poder reconocerle como El Viviente, hoy, aquí, ahora?
¿A
qué novedad nos inspira y llama hoy su Espíritu, como Iglesia, como comunidades,
para testificar que Dios no es un Dios de muertos sino de vivos?
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