Después de unos meses de silencio en Alandar por un pequeño accidente en el que me rompí el hombro derecho retomo mi artículo mensual. Mientras tecleo no dejo de sorprenderme del milagro de interrelación entre tendones y músculos que permiten la movilidad y la ligereza en hacerlo. En estos meses me he hecho más consciente de una realidad que es primordial en el ser humano pero que se nos suele olvidar fácilmente: somos vulnerables, somos interdependientes. El cuidado de mis compañeras de vida y de mis amigos del mundo ha sido y es fundamental en este tiempo y junto a ellos las manos de mi fisio. Manos expertas en tensar y acariciar sabiendo en cada momento lo que conviene, manos que alientan, reactivan, empoderan, estiran…cuando tú te resistes a hacerlo y crees que el dolor no te va a permitir avanzar.
Por eso la unidad de Fisio de la Fundación Jiménez Díaz, a la que acudo cada día para mis sesiones de rehabilitación, me resulta hoy una parábola sugerente de lo que me gustaría que fuera el mundo. El mundo que deseo se parece a una unidad de fisio donde nos encontramos gentes desconocidas pero a las que el dolor y el esfuerzo por la recuperación nos iguala. Da igual la edad que tengamos, el color de la piel, el status. Desde que nos desvestimos, separados por una cortina y dejamos nuestras cosas personales en un pequeño armarito con llave, pasando por los ejercicios de gimnasia ante el espejo, o el tirador de anillas hay una empatía que fluyen entre nosotros y que nos hace reconocernos desde una verdad evidente que nos une como seres humanos: somos iguales, somos vulnerables y a la vez siempre somos más de lo que podemos y creemos.
Por eso la narración de las historias de nuestras fracturas y el ánimo en superarlas brota como una complicidad compartida ya sea entre el abuelito al que le ha dado un ictus y tienen que movilizarle con grúa, el vendedor ambulante que se rompió el brazo a huyendo de la policía para que no le requisaran el género, la trabajadora de ayuda a domicilio que se cayó de la escalera, o el abogado que tuvo una mala caída cuando hacía senderismo o yo misma, que me tropecé por ir hablando con el móvil. No hay presión, no hay competencia, el ritmo ajetreado de la vida se detiene en cuanto cruzamos umbral de la puerta del gimnasio de rehabilitación.
Un rostro tranquilo nos acoge con voz serena, nos llama por nuestro nombre y nos recuerda los ejercicios que hay que hacer ese día mientras esperamos nuestro turno para que las manos de nuestra rehabilitador o rehabilitadora activen la energía a nuestros músculos. Manos mágicas que nos ofrecen a la vez seguridad y empuje para resistir el dolor porque que no hay proceso rehabilitarlo sin encararlo y resistirlo como tampoco hay crecimiento ni plenitud humana sin incorporar el dolor como parte de la vida, aunque nunca haya que buscarlo ni desearlo.
Tumbados en la camillas hablamos de la vida, de las noticias, del tiempo…No pensamos igual, ni de política, ni de religión, ni de si estamos saliendo o no de la crisis como nos cuenta el telediario de la Primera. Algo que en otro contexto y situación podría ser un problema en el aquí y el ahora del gimnasio de rehabilitación no importa, porque hay algo más fuerte que nos acontece: El deseo de recuperarnos y que el otro también lo haga, pues somos testigos silenciosos, tarde a tarde, de nuestro dolor y nuestro deseo.
Mi fisio se llama Nuria. Cuando le dije que era monja no se lo creía. Las conversaciones mantenidas le rompían su imaginario sobre nosotras y aunque le insistí en que hay muchas monjas como yo sigue sin creérselo del todo. Se ríe también, sin saber muy bien lo que significa,cuando le digo que soy teóloga y que sus manos me recuerda la actividad sanadora de Jesús de Nazaret. Entonces ya sí que flipa del todo y terminamos cambiando de conversación. Y es que mi accidente me ha servido también para redescubrir aun con más fuerza la importancia de las manos en mi vida como medio de comunicación y relación y la atracción por las manos de Jesús y su acción liberadora a través de ellas. Algo que cuando estudié Biblia aprendí de la mano de la teóloga Elisa Estévez en sus estudios sobre el Evangelio de Marcos como itinerario iniciático en la práctica compasiva de Jesús a través de su tacto.
Y es que, aunque a mi fisio no termine de creérselo, las manos desempeñan un papel fundamental en la relación y la acción liberadora de Jesús de Nazaret. Los verbos más habituales que aparecen en el Evangelio para referirse a ellas son “tocar”, “agarrar con fuerza”, “poner sobre”, etc. Las manos son fuente de conocimiento y reconocimiento. Porque Jesús con al tocar “empodera”. A través de ellas, en sus relaciones con la gente más excluida y sufriente les confirma como imagen y semejanza del Dios todo compasivo, les restituye e integra en la comunidad, les rehabilita en su condición de hijos e hijas amados. Así lo podemos descubrir en numerosos pasajes del Evangelio: en la curación de la suegra de Pedro (Mc 1, 31) o de la hija de Jairo (Mc 5, 41) o cuando toca y sana a un sordomudo (Mc 7,31-37) o al ciego de Betsaida o a tanto enfermos y personas golpeadas por un sistema deshumanizante que culpabiliza y sanciona a las víctimas en lugar de denunciar a los causantes de su sufrimiento. El contacto y el tacto de Jesús, con los “cuerpos rotos” les introduce en la pedagogía del amor les devuelve la dignidad arrebatada y presencializa el Reino: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leproso quedan limpios y los pobres reciben una buena Noticia “(Mt 11,2).
Algo de todo esto me recuerdan las manos de Nuria, mi fisio cuando estiran los músculos de mi hombro todavía demasiado rígido y los de mis compañeros y compañeras de gimnasio
….Aunque ella no tenga ningún interés por la teología
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