Hace unos días un grupo de amigas decidimos juntarnos en casa para cantar. Nos unen un montón de cosas comunes, algunas militamos en los mismos colectivos, otras somos amigas o amigas de nuestras amigas, pero ese día el motivo poderoso que nos llevó a encontrarnos fue algo tan simple como unir nuestra voces para cantar juntas y recordarnos colectivamente que queremos ir por la vida como cantoras y no como plañideras.
Esa es también la pretensión de mi artículo en este primer número de Alandar del 2019. Necesitamos cantar juntos, como señala Tximo García Roca, porque con los cantos llegan las motivaciones y las resistencias, con los cantos llegan las palabras al abatido y se despiertan las energías colectivas. Los cantos no sólo anuncian una tierra sin males sino que muestran que es bella y deseable y que vale la pena construirla. Al cantar juntos de algún modo ya estamos arrebatándole territorio a la exclusión y al derrotismo
[1].
Cantamos para resistir, cantamos para celebrar, cantamos para reivindicar, cantamos para recordar y reconvertir la nostalgia en proyección de un futuro inédito. Cantamos conscientes de que la pluralidad de voces es una riqueza necesaria y que nuestra melodía posiblemente va a estar fragmentada en miles de pedazos por los vaivenes de la injusticia y la violencia sistémica, pero al mismo tiempo es fuente de coraje y resiliencia. Por eso tenemos que insistir en el canto, porque como dice Mario Benedetti el grito no es bastante… y porque creemos en la gente y porque no podemos ni queremos que la canción se haga ceniza
[2].