Conocí a Isabel en un curso de cuentacuentos. Me llamó la atención la autenticidad y la libertad con que se manifestaba en su forma de estar y relacionarse con el grupo. Más tarde me reencontré con ella en unas jornadas sobre SIDA, en las que le pedí colaboración como narradora de historias de solidaridad y esperanza. Un año después intenté buscarla de nuevo, pero me dijeron que se había marchado con su marido y su hijo a Perú como voluntaria internacional para apoyar un proyecto de mujeres y de desarrollo comunitario en una zona campesina.
Ahora nos hemos reencontrado de nuevo en la asamblea de barrio Bienvenidas Refugiadas, donde participamos juntas en la misma comisión de trabajo. Han pasado más de 10 años pero nos reconocimos rápidamente. En este tiempo su familia se ha ampliado, le han salido canas y su corazón
rebosa de nombres e historias de vida aymaras, con quienes ha convivido en este tiempo. Está reiniciando de nuevo la vida en España. Tanto ella como su marido perdieron la excedencia en sus trabajos al decidir ampliar tres años más su estancia en Perú y ambos están en paro. Pero no transmiten agobio sino paz.
Cuando le pregunto cuál es el secreto de su confianza me dice que siempre han ido haciendo en la vida lo que creían que tenían que hacer y que el secreto de la vida es eso, lucha y abandono en la vida misma y que así lo han aprendido viviendo entre las comunidades campesinas del Sur andino y que así quieren seguir viviendo ahora entre las personas subsaharianas, bangladeshies, y muy pronto las sirias a quienes van a acoger en su casa. No son personajes de una novela o una historia idílica, existen, son de carne y hueso, transitan las periferias.
Pepa Torres Pérez
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