Cuando tenía 22 años me atrajeron perdidamente. Me fascinaron sus casas, pisos pequeños en barrios populares o marginales siempre abiertos y dispuestos a compartir la mesa, la conversación, la escucha con quien llamase a su puerta.
No llevaban
hábito pero se las identificaba fácilmente por los lugares donde transitaban y
la gratuidad y la permanencia de sus compromisos en ellos y porque en estos
espacios tenían un don especial para llegar a la gente más vulnerada y generar
amistad y encuentro.
Iban a la iglesia pero su lugar más habitual era la calle,
las casas de la gente, la Asociación de Vecinos, el colectivo de apoyo a la
reinserción de drogodependientes o los
grupos de mujeres del barrio que se autorganizaban contra el paro u otros
problema del día a día de la vida del barrio: boicotear un supermercado por el despido de una vecina,
cortar la carretera en protesta por la situación
de las viviendas, etc .
Muchas
de ellas habían sido directoras de colegios, enfermeras, profesoras en
colegios de élite, pero leer el Evangelio en clave de periferia las llevó a otro tipo de trabajos: obreras en fábricas,
cooperativas del textil, auxiliares de Ayuda a domicilio, educadoras sociales,
temporeras en el campo, etc.
Algunas se iniciaron en movimientos con opción de clase como la JOC o la HOAC y se
comprometieron en los comités de empresa
apoyando los derechos de la gente más precarizada y explotada. Para
ellas esta forma de vida y relación no era contradictoria con el Evangelio sino más bien su condición.
Hoy a sus setenta y muchos años las sigo reconociendo
en barrios similares. Aunque no tienen muchos relevos históricos se mantiene en lugares de donde otros quieren
huir, o los taxis se niegan a entrar. Son expertas en escucha y en alentar el si se puede, desde abajo.
Las
reconocemos implicadas en proyectos de apoyo a presos y presas, comprometidas
con las y los migrantes y acogiendo personas en sus casas hasta que pase la
mala racha, en las charlas de ATTAC o en las movilizaciones por el cierre de
los CIES.
Son “las otras monjas”, las monjas de inserción o las monjas obreras,
como también a veces se las llama.Seguramente
no saldrán en ninguna página de la historia oficial de la iglesia, quizás como
aquella película de Federico Luppi “Nadie
hablara de ellas cuando hayan muerto” pero sus vidas son simiente de esperanza
en las periferias:
“De las semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas
del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por subsistir en la oscuridad
de la exclusión, crecerán arboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza
para oxigenar el mundo“ [1]
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