Tras el periodo vacacional retomo mi columna. He estado unos días en un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos desconectada de casi todo, disfrutando de la soledad y de la comunión con la naturaleza. Quizás por eso la vuelta al asfalto y los ritmos rápidos de la urbe se me resisten. También este verano he participado en un taller sobre ecología y sostenibilidad que me ha hecho más consciente de los hábitos depredadores que hemos naturalizado en nuestro estilo de vida y es urgente modificar.
Con esta conciencia de conversión ecológica inicio el nuevo curso deseando también hacerlo con un ritmo más lento, como propone el movimiento Slow. Desacelerar nuestras vidas, para hacer que sean más plenas, con mayor atención a los ritmos naturales, al cuidado de las relaciones y la comunión con toda vida.
Mi inicio de curso está marcado también por el dolor de muchas amigas y amigos bangladesíes por las terribles inundaciones que asolan nuevamente su tierra y que paradójicamente resulta invisible para los medios de comunicación, que están todos centrados en lo que sucede en Estados Unidos.
Hace unos días, uno de estos amigos, camarero en España y profesor en Daca, nos compartió con tristeza, que su país iba a desparecer y que por eso la gente emigra, no sólo por violencia política, como él, sino también porque las inundaciones acaban con todo.
Sus palabras me hicieron recordar que también este verano organizaciones de Derechos Humanos han estado avanzando en el reconocimiento del estatuto legal de los refugiados climáticos o ambientales cada vez más numeroso en el mundo. Ciertamente, pese a que Trump, no lo quiera oír el clamor de los pobres y el clamor la tierra es un mismo clamor (LS 49) y la conversión ecológica y la ecojusticia un mismo grito que resuena desde todas las periferias
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