Hace unos días una amiga peruana me dio a conocer la tradición de los chaskis en la cultura inca. Entrenados desde pequeños, los chasquis eran los comunicadores de noticias que llegaban hasta los lugares más remotos portándolas en su quipu (mochila) y habiendo sonar su pututu (trompeta de caracol) para ser identificados. Su sabiduría y su agilidad constituyen todo un símbolo de las comunidades y pueblos que resisten. Escribo este artículo en el contexto de la celebración de los 50 años de la Conferencia de Medellín,
Yo apenas tenía siete. Nunca hubiera pensado que tal acontecimiento tendría en mi vida y a tantos miles de Kilómetros de distancia tantísimas consecuencias gracias a sus chasquis, los teólogos y teólogas de la liberación y las comunidades de base que a pie de pueblo, pegaron un giro a la iglesia reivindicando la memoria peligrosa de Jesús ante la injusticia y la violencia global en nuestro mundo.
De todos y todas es sabido que si bien el Vaticano II abrió la iglesia al mundo no lo hizo de igual manera a los pobres. El acontecimiento Medellin fue precisamente el signo de una iglesia que optaba no sólo por los pobres sino con ellos, como sujeto de cambio y transformación social. La pobreza dejó de ser concebida como una realidad natural, heredada o moral, para ser contemplada desde una perspectiva estructural y política que era y sigue siendo urgente desmontar y combatir. De entonces a hoy han pasado muchas cosas en el mundo, en la iglesia y en nuestras propias vidas, incluido el efecto Francisco y sus resistencias.
Pero la historia es siempre dinámica y por eso en ella siguen emergiendo nuevas sensibilidades y nuevos sujetos que se ponen en pie, nuevas identidades que se declaran en rebeldía frente a la exclusión e invisibilidad a las que el sistema intenta reducir y reclaman reconocimiento, participación, derechos, a la vez que aportan desde sus saberes compartidos y tradiciones elementos alternativos para hacerlo.
Las mujeres, los migrantes y refugiados, las comunidades indígenas, las personas marginadas por su orientación sexual o abusadas por la violencia patriarcal, las personas discriminadas por el color de su piel o su origen étnico son algunos de los rostros que forman parte hoy de la pluralidad del sujeto pobres como lugar teológico y lugar de conocimiento. Un sujeto en el que la reivindicación del cuerpo, la raza y el género y la diversidad resultan fundamentales.
Porque aunque el cristianismo es la religión del cuerpo (1Tim3,14) ha sido profundamente ignorado y devaluado en nuestra tradición, a la vez que objeto de opresión y violencia en base a la jerarquización de la raza y el género. Por eso la opción a favor del cuerpo es urgente en la iglesia: cuerpo individual, cuerpo social y cuerpo cósmico. Porque el cuerpo es lugar de comunión o de fractura, lugar de respeto al otro/a o de humillación y abuso; es lugar de éxtasis, amor, y liberación o por el contrario de violencia y explotación.
Como iglesia necesitamos hacer una opción clara por los cuerpos marcados, que llevan tatuados en la piel la violencia de las fronteras, el abuso sexual, la pederastia, la explotación laboral, la discriminación por ser negra o negro, los cuerpos violentados, discriminados por sus orientaciones sexuales o apaleados por las fuerzas de seguridad bajo la legalidad injusta de la Ley Mordaza o la Ley de Extranjería. Porque el cuerpo es lugar de Justicia, reconciliación, y signo del Reino y resurrección. Cuerpos que vuelven a la vida tras pasar la noche de los infiernos humanos: cuerpos convertidos en campos de batalla, en botín de guerra, sometidos a tortura, hambre, invisibilidad, trata, explotación laboral, cuerpos que son lugares teológicos, carne de Cristo.
Pero el cuerpo no es sólo cuerpo individual, sino también cuerpo social, clase, raza, cultura subalterna frente a la hegemónica que impone lo que es bello o lo que no, lo que es sujeto de derechos u objeto de explotación y de conquista. Esta opción por el cuerpo supone el reconocimiento de la diversidad, la salida de un universalismo abstracto que en realidad no es más que el universalismo masculino, blanco y occidental, para entrar en la singularidad de cada ser humano, y situación. Significa también la superación del miedo a la sexualidad, a la afectividad y al placer y su valoración como bendición de Dios.
Pero también la tierra es cuerpo de Dios, un sujeto oprimido, expoliado, abusado, hasta el punto que el grito de la tierra es el grito de los y las pobres que nos reclaman con urgencia un cambio de rumbo (LS). Todo está interconectado y es la misma mentalidad depredadora que mata la biodiversidad la que masacra pueblos y comunidades enteras así como los cuerpos de las mujeres, generando la cultura del descarte y los feminicidios.
La conversión a los pobres planteada por Medellín hace 50 años hoy no puede ser por tanto concebida si no es también desde una conversión a la tierra y al género. Pasar de una visión antropocéntrica del mundo a una visión teocéntrica más amplia, una democracia cósmica, que sea capaz de incluir la diversidad de identidades y especies en el círculo de lo que consideramos religiosamente significativo y comprometernos con su cuidado desde las vidas más amenazadas.
Por otra parte, la diversidad de especies, la globalización y la movilidad humana nos desvelan una verdad que nos sigue costando reconocer y asumir: no somos hijos e hijas únicas ni nuestra cosmovisión es superior a otra. La identidad de un pueblo, una cultura, una religión no es una realidad estática sino dinámica y precisamente sólo en el diálogo y el tejido de las diferencias desde el entramado de la vida compartida se pueden desarrollar aspectos inéditos que las culturas, los pueblos y las espiritualidades y las personas portamos seminalmente. Como señala Antonieta Potente la diferencia es algo que llevamos dentro. Es lo que todavía no ha sido escuchado profundamente, mirado, acogido[1].
Es una posibilidad por estrenarse en la danza de la vida entendida como relación e interdependencia. Por tanto la diversidad no es una amenaza para la comunión sino justo su condición. Dios es una realidad viva en el arco iris de la humanidad y del cosmos y no una verdad estática encerrada en un dogma. La verdad es siempre relacional y cada ser humano y cultura es una fuente de auto-comprensión. El mundo, la vida, el misterio en el que somos, nos movemos y existimos (Act 17,28) no puede ser completamente visto e interpretado través de una única ventana.
Por ello tirando del hilo de Medellín hasta hoy, en un tiempo amenazado de fundamentalismos, es urgente renunciar a posturas dogmáticas y apostar por el conocimiento que emerge de las experiencias existenciales de las personas, colectivos y pueblos. Es decir, reconocer e incorporar sabidurías, lenguajes, símbolos que nacen del reverso de la historia como los chaskis y que desde la lógica el poder hegemónico se consideran periféricos, no oficiales.
En definitiva, saberes y conocimientos compartidos que nacen del amor, de la solidaridad, de los sueños y las luchas comunes, de lo cotidiano, porque la persona conoce no sólo por la razón sino también por los afectos que son los que realmente nos sostienen en la vida y porque no hay política, ni eclesial ni social, que aspire a ser radicalmente transformadora, que no pase por el poder de los vínculos, la interdependencia y la relación, o como la lengua zulú expresa, sin Ubuntu porque sólo soy soy si nostrx somos.
[1] Antonieta Potente, Un tejido de mil colores, diferencias de género, de cultura, de religión, Doble clic, Uruguay, 2001, p 45.
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