La Palabra de Dios es fuente de vida y alternatividad que pide ser personalizada y encarnada como le sucedió a Lucía Peláez, la protagonista de una historia narrada por Eduardo Galeano:
“Cuando Lucía Peláez era muy niña, leyó un libro a escondidas. Lo leyó a pedacitos, noche tras noche. Mucho caminó Lucía (…) en busca de gente. Y a lo largo de los años en sus viajes iba siempre acompañada por los ecos de aquellas lejanas voces que ella había escuchado, con sus ojos en la infancia. Lucia no ha vuelto a leer ese libro. Ya no lo reconocería. Tanto le ha crecido adentro que ahora es otro, ahora es suyo” (E. Galeano. El libro de los abrazos)
También el poeta León Felipe nos recuerda que el sentido de la “palabra” es interiorizarla, introducirla en lo más hondo de una misma: “Quien tenga una palabra, quien tenga una doctrina, que se la coma”, que la haga carne de su carne, que se deje transformar internamente por ella. Así es la Palabra de Dios, una palabra hecha carne, cuerpo, pueblo, historia, cultura, una palabra que pide ser interpretada existencialmente, porque como escribió Charles Pegui 1:
que nosotros debamos encerrar en pequeñas o grandes cajas,
sumergidas en aceite rancio como si fueran momias de Egipto.
Dios, hijo mío, no nos ha dejado conservas de palabras para guardar
sino que nos da palabra vivas con que nutrir.
Las palabras de vida,
no se pueden conservar más que vivas (…)
ardientes en un corazón vivo (…)
Lo mismo que Jesús, la Palabra de Dios hecha carne,
tomó un cuerpo para poder pronunciar estas palabras y hacerlas oír,
así nosotros, que somos carne, tenemos que aprovecharnos de ser carnales
para poder calentar esas palabras, para alimentarlas en nosotros vivas y carnales.
Lo mismo que una madre nutre y alimenta sobre su corazón al recién nacido (…)
así, aprovechándonos de que somos carne debemos nosotras nutrir con nuestro corazón,
con nuestra carne y nuestra sangre, la Palabra viva de Dios.
La Palabra pide siempre una hermenéutica del espíritu y abrirnos a ella es dejarnos conducir por el dinamismo encarnatorio que la habita, que es siempre una provocación a nuestra libertad y solidaridad. Desde los Santos Padres es conocida la clásica distinción entre los tres sentidos bíblicos: el literal, el sentido histórico y el espiritual o existencial. El texto bíblico nos revela la Palabra de Dios, pero también nos revela dónde y cómo Dios se revela hoy en nuestra historia. Cuando el texto realiza este discernimiento hay una producción de sentido espiritual que se opone radicalmente al fundamentalismo bíblico que reduce la Palabra al sentido puramente literal de la Biblia o al historicismo bíblico que la reduce a su sentido puramente histórico. Hay un texto muy bello de San Agustín que ilustra muy bien lo que puede ser el sentido espiritual-existencial de la Biblia: La Biblia, el segundo libro de Dios, fue escrito para ayudarnos a descifrar el mundo para devolvernos la mirada de la fe y de la contemplación y para transformar toda la realidad en una gran revelación de Dios.
-Acogerla como Palabra encarnada y actuante en cada momento de la historia y en cada cultura y disponernos a participar en su dinamismo creador y transformador de forma integral, porque en Dios no hay dualismos. Dios no tiene por un lado un discurso y por otro una praxis. Dios al hablar “hace” y nos invita a hacer con Él. En Dios no hay separación, sino inclusión e integralidad. La Palabra de Dios es una palabra que obra, y que nos invita también a nosotras a que nuestro decir, sea un hacer, que nuestra teoría o nuestra teología sea una teo-praxis.
-Aceptar entrar en su movimiento relacional. La palabra de Dios es dialogal. Invita a la reciprocidad. Dios no se impone, se expone a nuestra libertad, a nuestra escucha honda y acogida. Así la palabra actúa de partera de la novedad del reino en cada persona y “Nos va haciendo amigos y amigas e Dios y profetas“(Sb 7,27)
- Hacernos conscientes de que si podemos ser “oyentes de la palabra” es porque la Palabra mora en nosotras y la encarnación de Dios preña toda la realidad
Ello pide el cuidado de la interioridad, porque la vida en el espíritu exige no sólo “salir” sino “entrar”, porque todo éxodo nace de una aventura interior que tiene como protagonista la acción de Dios en el corazón humano. Por eso, necesitamos vivir con oído atento al murmullo de los pobres, y con atención suma al murmullo interior del poso que esa escucha deja en nosotros y nosotras para experimentar y vivir con actitud agradecida el misterio de amor en el que “somos, nos movemos y existimos” (Hech. 17,28) y desde él acoger la fuerza y la esperanza que nos capacita para afrontar y combatir el sufrimiento y la injusticia.
Por eso la palabra es en nuestra vida fuente de solidaridad y compromiso, porque no es una Palabra neutra, sino a favor de las víctimas. Es universal, pero desde este lugar hermenéutico, que es también un lugar social, un lugar afectivo, un lugar espiritual: el de los excluidos y excluidas, el de todos aquellos y aquellas que anhelan una humanidad, un cielo y una tierra nueva. Por eso la Palabra es fuente de alternatividad.
1 Charles Pegui, Palabras Cristianas, Herder, Salamanca, 2002
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